Ojo de buey.

Sentada devorando
mi hamburguesa preferida de pescado,
observo un niño de ojo estrábico
y un padre montaña.

Que le enseña el principio de todos los tiempos,
del burdo capitalismo:

Dar un duro por un sueño.

Ojeo un diario y mis ojos miopes
observan unos ojos de océano
que emergen de un rostro infantil,

rubia tez ucraniana,
pueblo errante como el palestino,
como el kurdo, como las minorías cristianas
en las líneas del mapa Google.

Selva y enfermedades de ojales, con miradas oblicuas,
legañosas o presas de la locura.

Ojos cerrados, abiertos,
trémulos, bizcos, ciegos,
con glaucoma y secos sin llanto
cuando el corazón es una huida de noche.

Esos ojos de pavo. Porque no se trata
de la salvación de las almas,
es el control de la mente
a través de los libros.

De leyes insulsas que esconde el gas para el invierno,
el control de los cultivos del opio,
la descendencia de una raza.

El hombre pudo con los dinosaurios gracias a sus ojos, lentes que inventaron las lenguas de fuego,
la rueda con forma ocular
y que es capaz de decapitar córneas
por monedas de ojos.

Y pienso en esta vida
de perdidas extravagancias
y montañas pisoteadas por peces ojos 
en busca de un refugio.

La paz no tiene ojos.

¿Y la justicia?

El hombre los arranca.
Somos lo que vemos.
Y vemos lo que somos.

No me gusta lo que veo,
ojalá pueda mi voz no ser tuerta.

Basta ya de guerras ojoviles. Del ojo por ojo.

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