Gym tracción.

Era el centro universal de todos las esencias humanas
licuadas en mar, vamos, sudor, para ser más francos.

El hombre y esa búsqueda,
eterna compinche, de nuestras raíces.

Cuando éramos salvajes
y trepábamos árboles,
movíamos pedruscos
y Tarzán habitaba en nuestras venas.

Ahí.
Cómo una seta en el bosque.
Lladó se halla en un ecosistema
de grecorromanos y ninfas fluorescentes,
con más timidez que arranque,
con la camiseta más larga
que había encontrado en el trastero.

Inevitablemente me sentí poeta, salió la asocial
a gatas, al iniciar mi primera clase
delante de una máquina simpática.
Con cero compañeros y en penumbra;
mientras  la colindante estaba comprimida
en una cruzada de spinning con todos los rayos solares
de un estadio.

Las dudas de Hamlet vienen a mi encuentro:

¿Qué carallo, hago yo aquí?

Y de repente, una que sabe que existe vida en otras constelaciones;
apareció el ángel San Gabriel,
ataviado en una malla verde.

-¿Qué te pasa mamacita?

Menuda visión para una flácida, un colombiano aguerrido, armario ropero,
que yo misma hubiese contratado para lo que fuera...

Del amor a primera vista, pasé al odio más recalcitrante.
A mi monitor, se le cayeron las alas...

Con voz castrense.
Exclamaba:

-Respira, no, respiras mal, más pesos, levanta cuello, pega espalda...

Y a medida que ese edén
poblado de pavos rangers,
tísicos que jamás sudan la vestimenta,
empecé a crecerme,
a sentir que una, a pesar de la caballería,
no necesita semental a cuestas
para seguir luchando.

Tomé la halterofília por riendas y me autoproclamé,
reina de bulerías con espada de pluma.

Mi entrenador ya no era tan malo.
Y mi camiseta quiso ser más corta.

I love it gym.

I love life.






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