La tristeza tiene olor a azúcar quemado.

Creo que una tiene licencia
para dar entrada, alguna vez,
a la tristeza.

Que los morros no vistan de rosa,
y que al entrar en un comercio
las perchas den la espalda
con tejidos entramados por la pereza.

Que la cara de un niño no se antoje galleta
y que ni siquiera una onza de chocolate
prodigue ansia.

El derecho a enterrar
en los cajones la verticalidad de  mi boca,
porque no me voy a ocultar de los rayos solares,
tras-formándome en  una manzana que se picará
con las alarmas diarias del móvil;
una bandera olvidada en un tendedero 
de Bangkok después del terremoto.

Y deambulando por la calle
con las medias sierpes
cobijadas del hedor de las manchas de este astro,
una chica acaba de arrojarse de un sexto
y tengo la presunción de morar 
bajo una vida recién fregada,
siento la química de la muerte
y yo no estoy allí, por casualidad.

Cada uno elige la forma
de morir.
Y la mía será lenta y dolorosa.
Cierro los ojos y veo las sábanas,
cloro de un mar blanco
y el olor de la morfina
cómo las malas hierbas arrancadas de la vereda sin bicicletas.

He iniciado el ser una fuente
del río Caronte.

En una cadena de botellas de agua reutilizada.
En una encinar calcinado,
morir irradiada, jode y de qué manera.

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