Alevilla.

El verano en el centro de la ciudad era arenoso,
sólo las calles estrechas
mirando a Mistral 
daban un respiro al caldo.

Ellas, igual que farolillos de verbena,
iluminaban los zaguanes,
mujeres de edades complejas,
vestidas como las señoras que van a comprar al supermercado,
las señoras de la vida
que aguardaban a los cortesanos del amor,
del sexo explícito
sentadas en sillas de enea,
de cocina.
Las veteranas,
auspiciadas por un chulo de piel moca,
con abanicos de periódico
olían a almizcle con medias y rostros enteros,
no eran jóvenes,
llevaban años en esa esquina de aquel hostal viejo de Palma,
colindante al Palau de Sant Felip Neri.
Fumando,
esperando el jornal
con la piel lustrosa por la nívea
o con las uñas pintadas de vino.
Ellas, nos saludaban,
a las que con paso rápido
llegábamos tarde al comercio
de explotado grano de mijo.
Un día encontré a una de ellas fuera de su corral,
era la rubia de pelo de púas,
llevaba una adolescente,
flor enferma prendida entre sus manos...
Y ya 
no pude
continuar
este poema... Ll.Ll.

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