La niña, de la moto, cierra.

Visto desde la acera
da hasta gracia
el haber habitado en más casas
que osamentas.

Qué el amor de antaño
con música de película italiana
fuera todo lo inimaginable
en un mechero a punto de encender
la tarta, en la actualidad,
que sea, la reencarnación de un zombie
con los globos oculares
de mármol, con la piel cetrina,
dedos lagartos,
con la lengua chorreando
gemidos rojos,
exaltando en su plañido
espasmo de maniquí.

-¿Qué te pasa,
tú que eras la sangre
que saciaba las arterias?

Y los monstruos se mueven en danza chicle
como si tuvieran los pies pegados
con zapatos de enterrador.

El hígado es un sol
de tarde
que asoma por el horizonte
entre sus molares.

Me dan asco, no soporto su naftalina.

Reviento la mirada
en su patética servidumbre
con extras que se repiten cien veces
en la secuencia y trapo,
que quieren alimentar la ameba de mi cuello
y hacer de su secta la artemisa.

Pero, yo policíaca ya no los amo,
los maté con mi coche en la senda del hueso,
los rocié con gasolina y los hice estrellas,
les clavé una hacha
en toda la raíz que unió
nuestros sexos andróginos
represión entre fogones
y hedor a formol de llanto.

Malditos muertos vivientes del pasado
siento la indiferencia amiga
mientras me pongo de rosario tus mentiras.

Macho del celuloide,
no has percatado que ya no te amo,
que has fallecido en mi película
en la vacante perpetua.

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