Querido mimo.

Nunca olvidaré el día de septiembre
que vi de la mano adulta alejarse a mi carne,
miraba a través del retrovisor mientras mi pié aceleraba
y trémulo el cambio de marchas
dibujaba en el espacio la negación momentánea
de que aquella fisura sería circunstancial.

Llovieron sapos, las orcas se desangraban parturientas
y ciega amontonaba cerrillas usadas
para construir una balsa. Cuando desperté del coma,
de esa muerte en vida,
era demasiado tarde...
las mazorcas llevaban bridas de otra plantación
y mi cara más vieja
observó un montón de restos de placenta vacía, medusa costra,
calvario de púa en el ojo,
dolor de madremalgia
las uñas decoloradas de pegar sellos
en una tripa que adolece
en largos cordones de áncoras.

Quisiera tener una vida normal,
que Pizarnik tomara té con pastas
y fuera una anciana
sentada en una plegable viendo jugar a la selección argentina.

Que no se hubiese suicidado, le lanzaría
el cable que sostiene al moribundo
antes de estallar su poema contra el espejo,
pájaros antorcha y un vaso de aguardiente.

Pero la salvación,
nunca diseñó la perfecta costumbre
y acabamos matando hasta los mosquitos
con los aerosoles.

Me duele tu dolor, siento lo que reverdece
entre las comisuras, el esófago de no escuchar
las palabras:  mamá, papá, abuelos.
Beber una lata de aceite
y lanzar girasoles a lo que más anhelo, una familia.

Hoy te han pellizcado dos trozos de dedo, mimo estimado,
pariente lejano de Alejandra.

Por favor llora como siempre, mientras te duchas, las lágrimas son el suero
de los que aman y delegan
en beneficio de los astros.

Cómo te entiendo en tu silencio.




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