Cuentos sin perdices.1

La noche cerrada por defunción
y una linterna ilumina su rostro:

-¿Qué hace usted a estas horas?

Llevaba Evelyn cavando una zanja,
un foso de tres horas y 40 segundos,
con la distancia del sexo cuando habita en otro continente
de la cabeza.

Con los nudillos abiertos en bocas
y el cuerpo en un sudor seco,
la comisura espuma
y los ojos salpicados de tierra
cómo una lombriz dentro de la vocal "u".

- Estoy enterrando a muertos
que "lapizaron" a otras voces, el genoma literario
de tantas vergüenzas expuestas
y exprimidas como pechos naranjas.

Muerte a los clásicos,
a tanto Ulises-hipster.


Muerte a Gustavo Adolfo, a Willian.
A los instigadores
de tragicomedias, y a las novelas de masas.

El sepulturero, se quedó boquiabierto, y le expresó
benevolencia por emular su noble cometido.

-Muerte a Dante.
-Muerte a Platón.

 Porque la guerra siempre la narra el vencido
y en la oscuridad del combate el músculo del enemigo
es rasurado.

¿Quién tiene pelos en la lengua?

Entonces Evelyn, trepó hacía el exterior
sacando de entre las matas un barril de gasolina.

Para conformar una pira, ante la magnificencia de una hoguera
junto a ese maltrecho personaje que ya había
quedado redimido a la fuerza de aquella mujer revolucionaria.

Necesaria matanza el acabar con reliquias
que impiden a la mente el cálculo de los años luz
del dedo pulgar al ojo.

Y mientras ardía, el olor de la tinta creaba fatuos insectos
que estrellaban la cúpula de la retina.

-No desespere, bajo esta tierra, mañana nacerán árboles.

Y al crepitar de los cadáveres -libros
que emitía el aullido de escritos yeguas
hasta que el alba hizo sombra a los esquejes
que Evelyn había concebido de creaciones papelistas
que semienterradas se miraban unas con otras.

II

¿Qué libro te llevarías a la tumba?

La campana, Silvia Plath.

Ulises, Joyce.
Trópico de Cáncer, Miller.
La teoría de la evolución, Darwin.
1984, Orwell.
Farenheheit 451, Bradbury.
La sociedad del espectáculo, Debord.
Engines of creations, Drexler.
22 Hyde Park, Virginia Wolf.
Los sufis, Idries Shas.
Así habló Zaratrusta, Nietzsche.
Hasta aquí, Wislawa Szymborska.
La carta perdida, Emily Dickynson.



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